Con
o sin bicicletas, los días del verano queman etapas cual si de ganar un Tour u
otra competición de prestigio se tratase. Es cierto que nunca fue fácil asumir
las exigencias que imponen las carreras ciclistas famosas, tantas dificultades
de las que pudiéramos hacer descripción en las travesías de las cordilleras y
llanos de turno. Pero nadie podrá discutirnos que la actual, con recorrido por la Eurozona (color marrón
para distinguir al líder), lleva camino de convertirse en la más difícil y dura
de la historia. Motivos hay al margen de lo deportivo: opulencia, opresión, juego
sucio, chinchetas sobre el asfalto, accidentes provocados y capaces de retirar
a quien sea no solamente de la lid, sino del mundo (a no levantar demasiado la
vista si se desea alguna comprobación). Los días del verano son, sin embargo,
generosos. E inteligentes. De ahí que, salvo de los peligros o “pájaras” que
derivan de las exposiciones prolongadas bajo decretos y boletines, las mejores
advertencias que los citados ofrecen guardan relación con las energías y
confianza propias. O con la idea de no dar tampoco cancha al olvido de nosotros
mismos.
A
concedernos, pues, la importancia debida, que es razón también, según la
condición humana necesita. Y, por supuesto, entera, sin recortes. La dignidad, así,
el más completo avituallamiento. Con ella, los rigores del suelo y el cielo se observan
y superan de manera distinta: campos labrados a derecha e izquierda de la
memoria, playas en las que jamás la
música se apaga, alta montaña donde aquel sermón contra el egoísmo sonó fuerte.
Acaso
convenga ahora recordar todo esto. En tiempo de verano, a tiempo de control. Y
tirar, sin dilaciones, del pelotón, neutralizar escapadas fraudulentas.”El último
en llegar fue el primero/ que iluminó el umbral de la puerta estrecha”, dice el
poema. A no dudarlo, dorsal aún oculto por prudencia. Porque, con un buen
equipo, podría ser cualquiera. A tener en cuenta que la meta no es “la Bolsa o la vida”. Hay alternativas, otros valores cotizables.