Tan cercano el final del presente 2011 -¿será verdad que, pese a todo, ganará en bondad al que viene?- el texto de este artículo, según la posibilidad que ofrece siempre la escritura, ha decidido salir de su encuadre habitual y emprender el vuelo. ¿Hacia dónde, muy lejos…? ¡No!, conforme los brazos y abrazos del lugar en que se nace o se vive impiden, por lo regular, el distanciamiento, hijos de una misma tierra como somos y nos sentimos.
Por lo tanto, y porque ni siquiera aquel, a quien la actual crisis económica y financiera hizo perder incluso su propio rostro, podría partir sin dejar rastro, la alada reflexión, que aireamos desde este balcón de la contraportada, intentó cosa distinta a la de subir, si acaso, hasta la posición que suele ocupar su ángel de la guarda – no está hoy aquí, por cierto. ¿Habrá sido víctima de la incredulidad, de la falta de expectación, de su propio titubeo?
Desde dicho espacio, en tiempos verdaderamente confusos y difíciles, procurar ver, respirar, concebir la vida a la manera todavía no aprendida de lo que se anuncia: un orden social nuevo, el cual (no hay que ser adivino para vislumbrarlo), entre tanto retocamiento y recortes, a lo peor también nos prohíbe realizar este pequeño vuelo común de ahora. O ante la necesidad de optimizar los recursos, impone tasa por consumo de unas lágrimas…¡Vaya usted a saber!
Por todas las razones anteriores, el texto actual –digo-, ha decidido acceder a esta mediana perspectiva, deambular como un paseante solitario por las llanuras de su proximidad, situarse sobre la zona cero de lo acontecido. Lo requería el guion de los últimos días del año. La necesitaba el observador. Pero nunca para comprobar las dimensiones de la desolación provocada por tan dantesco panorama, sino para desabrochar el corsé de su palabra e hilvanar, si cabe, el más breve y esperanzado mensaje que jamás hubiera imaginado. Una llamada a la serenidad. La confianza en la ciencia del esfuerzo. Y el traspaso al amor de todas las competencias. Nada hay en él que no germine.